Camino a casa recordé esa charla. Habíamos ido a pie desde el trabajo hasta el centro de la ciudad. Llegamos a una calle que estaban remodelando, las aceras estaban cubiertas por adoquines amontonados, nos detuvimos. Querías que te acompañara a comprar libros que donarías o eso me habías dicho, pero sólo podía llegar hasta allí por que mi otra vida me esperaba. Así que pretendimos charlar sin más.
Hablamos sobre muchas cosas, incluidas algunas indiscreciones sobre la manera en que te gustaba hacer el amor -o mejor dicho, la manera en que te molestaba menos hacer el amor- supuse que tenías un problema, uno muy grave como para tener ese desinterés por los deseos carnales.
Me habías narrado toda tu vida sexual con una especie de pasividad tal que causaba pena y, sin embargo, estabas ahí de pie con una expresión de pudor o valemadrismo que envidiaría una piruja. En ese momento, no supe que hacía yo allí, junto a tí, escuchándote hablar y fingiendo interés, tratando de echar una cana al aire.