El maestro Zavala, a quién siempre le supuse una ascendencia cubana por su tipo alto y moreno, su pelo ensortijado y sus facciones negroides; nos enviaba a casa de su esposa antes del recreo, ella preparaba para la cooperativa escolar los salbutes y las empanadas. Yo un refugiado en esas tierras siempre estaba dispuesto a escaparme de las aulas y engullir un par de salbutes que como recompensa la esposa del profesor nos regalaba. Caminábamos con el sol en nuestros hombros, los terrenos baldíos emanaban un vaho caliente y un viento con olor a perro muerto nos golpeaba en la cara, eran poco menos de las diez de la mañana y aquello ya era el infierno. Apresurábamos el paso pateando latas de refresco o arrojando botellas contra los árboles hasta a un pastizal que vomitaba el vapor que el sol en nuestras cabezas le arrancaba, en medio había un mangal enorme, era mayo y en nuestros pasos cuarenta y dos grados y una humedad de no mames. Un cacaotal a un costado del pastizal era nuestro oasis. Evadíamos los alambres de púas y, cuidándonos de duendes y vigilantes, robábamos con total impunidad el cacao que degustábamos con frenesí. A veces nos topábamos con una serpiente pequeña o con un marigüano a quién le dábamos la vuelta. Otras veces atravesábamos el pastizal esquivando vacas y toros que apenas notaban nuestra presencia, subíamos al mangal y cortábamos mangos sazones que comíamos sentados a la sombra del árbol.
El regreso a la escuela era breve y solo nos preocupaba que la cacerola tapada con papel aluminio llegara en las condiciones adecuadas.
Desde ya, un abrazo.
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